Dwar Ev soldó solemnemente la última conexión. Con oro. Los objetivos de una docena de cámaras de televisión lo estaban observando, y el sub-éter se encargó de llevar por todo el Universo una docena de imágenes diferentes del acontecimiento.
Se concentró, hizo un gesto con la cabeza a Dwar Reyn, y se colocó enseguida junto al botón que establecería el contacto. El conmutador pondría en relación, de un solo golpe, todas las supermáquinas de todos los planetas habitados del Universo ( 96 billones de planetas ), en un supercircuito que los transformaría en gigantesco supercalculador, gigantesco monstruo cibernético que reuniría el saber de todas las galaxias. Dwar Reyn habló unos instantes a los trillones de seres que lo observaban y lo escuchaban. y, tras un breve silencio, anunció.
-Y ahora con ustedes, Dwar Ev.
Dwar Ev giró el conmutador. Se oyó un potente ronroneo, el de las ondas que salían hacia 96 billones de planetas. Se prendieron y apagaron las luces en los dos kilómetros que componían el tablero de control.
Dwar Ev dio un paso hacia atrás, respirando profundamente: Es a usted que corresponde hacer la primera pregunta, Dwar Reyn.
-Gracias-dijo Dwar Reyn- , haré una pregunta que nunca pudo ser contestada por las máquinas cibernéticas sencillas.
Se volvió hacia la máquina.
-¿Existe un Dios?
La voz poderosa contestó sin titubeos, sin el menor temblor.
-Sí, ahora existe un Dios.
Este breve, pero escalofriante texto pertenece a El Libro de la Imaginación del extraordinario cuentista y director de la extinta revista (de culto) El Cuento, Edmundo Valadés.
No hay comentarios:
Publicar un comentario